Triskei
Nos tomamos demasiado en serio, como si en la manifestación del personaje que vamos a representar durante nuestra vida, no cupiera otra opción que actuar en una película dramática
¿Por qué no darnos el permiso para ser los protagonistas de una comedia o de una de esas llamadas películas familiares donde el protagonista es un niño, que en su inocencia y liviandad, nos revela formas de vivir desde el corazón, o en una película coral donde cada personaje es sólo una pieza de un maravilloso engranaje?
Defendemos tanto el protagonismo de nuestro personaje, que nos olvidamos de vivir entrando en una continua autoexigencia desde la que nos juzgamos, desde la que juzgamos al otro, fuente primaria de todo conflicto con uno mismo y con el mundo.
¿Sabéis una cosa?
¡Podemos fallar! ¡No pasa nada! Es más, ¿fallo? ¿quién dijo fallo? Nunca fallamos, simplemente obtenemos un resultado distinto al esperado.
Somos tan duros con nosotros mismos, vivimos tan equivocados en la creencia de que somos imperfectos, de que nuestra imperfección nos hace vulnerables a la crítica y al juicio ajeno, que nos criticamos internamente, nos juzgamos preventivamente, nos camuflamos poniendo la atención en el fallo del otro y perpetuamos la mentira de la imperfección.
Nacemos perfectos, de hecho cuando miramos a un bebé sentimos la perfección de ese ser que aun no sabe nada, sin embargo no emitimos juicio alguno de imperfección.
Contemplamos su crecimiento, sus torpes intentos por caminar o por asir la cuchara con la que alimentarse, y nos reímos, no existe el juicio, sino la dulzura y la confirmación de la perfección del proceso de aprendizaje.
Podemos ver como sus ojos brillan cuando se cae la cuchara, y se ríen, no se frustran, emiten una carcajada y vuelven a intentarlo, y lo consiguen, claro que lo consiguen.
Y ya caminan, y ya van tomando sus propias decisiones, la mayoría erradas, y seguimos contemplándoles con ternura, sin exigencia.
Hasta que algún día algún adulto considera que se la ha acabado el crédito de vivir en un mundo donde todo es perfecto y se le introduce la idea de lo “correcto”, de la “dualidad”, del éxito y del fracaso…
Hay que desaprender….
La única manera de salir de esa dualidad que nos conduce sin cesar a la frustración es dejar de tomarnos tan en serio, es tomar consciencia de como una parte de nosotros está continuamente observándonos y emitiendo juicios de valor duales en función de nuestras acciones.
Ese dialogo interno castigador y exigente que nos machaca cuando no hacemos las cosas según unos estandartes que nos hemos o nos han marcado.
Debemos tomar el mando de ese observador y reajustar su mirada, ponerle unas gafas con cristales rosas, recuperar la mirada del niño que fuimos, de la madre que somos o tuvimos….
Debemos mirarnos con AMOR y con HUMOR, reírnos de esos resultados inesperados, aprender de ellos, reírnos incluso del juzgador que llevamos dentro que no es más que un niño enrabietado que sólo busca calmar la desaprobación.
El tomarnos demasiado en serio no sólo nos trae problemas con nosotros mismos, es la causa de todos los problemas que tenemos con el mundo.
Estamos tan oprimidos por nuestra necesidad de ser falsamente perfectos que no permitimos que los demás no lo sean, faltaría más, con la caña que nos metemos a nosotros mismos no vamos a consentir que el despreocupado de enfrente se vaya de rositas, café para todos, y tan amargo como nuestra propia bilis, o qué se ha creído…
Y en esa espiral de seriedad en la que nos vamos introduciendo, nos tomamos el comportamiento de los demás como algo personal, nos molestan sus comportamientos, sus perspectivas diferentes a las nuestras… todo es susceptible de ser un ataque a nuestra persona.
Reírnos de ese mecanismo, darnos cuenta de que bastante tenemos cada uno con nuestra propia película, ser conscientes de que el otro es tan esclavo como nosotros mismos de sus programas mentales y tomárnoslo con humor es altamente saludable.