Lo que comemos puede afectar al funcionamiento de la mente de una forma más o menos inmediata.
Resulta útil analizar cómo nos sentimos física y emocionalmente al día siguiente de tomar determinados alimentos: por ejemplo, tras ingerir fermentados (miso, chucrut, encurtidos, kombucha), tras eliminar los lácteos de la dieta o tras prescindir de las comidas procesadas o el azúcar...
Experimentar y observar el efecto de la dieta sobre la mente nos servirá para tomar la decisión de incorporarlos más a menudo a o de prescindir de ellos.
El ingrediente mágico está en cuidarse. Nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestras emociones están siempre unidos formando un todo. Por esta razón, no solo se trata de tomar alimentos que mimen el cerebro, sino de cuidarnos de una manera integral.
A este órgano le sienta bien que abandonemos el tabaco (fumar aumenta el riesgo de padecer alzhéimer) y que controlemos los niveles de colesterol y de azúcar en sangre, así como que mantengamos unos niveles adecuados de presión arterial, puesto que todo esto repercute en el correcto riego sanguíneo al cerebro.
Para lograr estos objetivos, además de seguir una dieta baja en grasas saturadas, azúcares y sal–conviene elegir siempre alimentos naturales y desterrar de los menús los productos precocinados o industriales–, también es crucial hacer deporte y mantener un peso adecuado.
Además,
caminar cada día y hacer ejercicio más de 3 veces a la semana está relacionado con un menor riesgo de demencia.
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