01 febrero 2019

¿Aprovechas la vida con gratitud y gozo?

Gratitud

Como la llama de una vela, la vida humana puede apagarse en un instante, basta un soplo de aire para eso. Tenerlo presente permite aprovechar su irrepetible luz.

Wen-Hsiu Hu Wen (acupuntora)
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El 30 de diciembre de 1999 cambió mi vida para siempre. Era como un día cualquiera, llegué al trabajo contenta en vista de que se iba a acabar el siglo. Mientras me ponía la bata la compañera me traía un fax en chino y me decía: "Wen, debe de ser para la jefa; mira a ver si es algo importante".
Pero era para mí. En un instante se me nubló el cielo, sentí cómo mi cuerpo iba cayendo hacia lo más profundo del abismo, mi cabeza giraba como un tiovivo; me senté en el suelo y grité. El fax era de mi hermana y decía que nuestro hermano pequeño acababa de fallecer en accidente de coche. Mi hermano era mi alma gemela, mi amigo y fiel compañero de juego. De golpe, una parte de mi ser partió, desapareció, se desgarró y se paró para siempre.
Solo pude llorar en su tumba, desconsolada, pues el "efecto 2000" me impidió viajar para verle por última vez. Hacía cuatro años que no volvía a casa, pues siempre creía que mis hermanos estarían ahí. Nadie espera perder a un ser querido joven y sano, nadie se hace idea de que eso pueda ocurrir y ocurre cada día. Entonces comprendí que la vida no es para siempre y sentí su fragilidad. ¡En un instante se desvanece!

Hubo un tiempo de ignorar el dolor, de fingir que no ha pasado nada, que "la vida sigue", como dice todo el mundo. Y es verdad, la vida sigue para los que siguen con vida. Lloraba por pena, rabia, añoranza, desesperación y dolor. Pero mi hermano no volvía. Y no había un supermán capaz de girar al revés el eje de la Tierra para hacer retroceder el tiempo.
Me tocaba seguir hacia delante con el corazón desgarrado.
El tiempo, el gran maestro que nos enseña por igual, el juez que pone las cosas en su sitio, me abrió los ojos del corazón y me hizo comprender que el tiempo que tenemos es únicamente ahora.
Dice el Dalái Lama que solo hay dos días en nuestra vida en que no podemos hacer nada: ayer y mañana. He hecho las paces con la familia, con mi raíz, y desde entonces vivo cada día como si fuera el último, valoro lo que realmente importa y quiero de verdad.

Cada día me pongo el mejor vestido del armario porque la ocasión especial es hoy; disfruto de cada momento, las personas que me rodean, el aire que respiro. Cada latido de corazón es la oración de gratitud por haberme despertado hoy y tener la oportunidad de seguir. Doy gracias por lo más divino o lo más insignificante, como poder caminar sin miedo a que me pase nada. Somos unos auténticos privilegiados que en muchas ocasiones olvidamos lo bien que vivimos, y hasta nos permitimos quejarnos, elegir, rechazar, criticar, desdeñar...
Todos hacemos lo que podemos, aunque a veces nos parezca poco porque somos demasiado exigentes con los demás y con nosotros mismos. Por eso nos cuesta tanto perdonar o sentir la felicidad, porque nos aferramos a la exigencia, a los sentimientos que nos dañan y nos debilitan y nos impiden ser libres, mientras todos reclamamos lo mismo: ser queridos y aceptados.

Tenemos que aprender a escuchar a nuestro cuerpo

Seguimos siendo animales y necesitamos protección y aceptación. Pero, a diferencia de los animales, nosotros desarrollamos el habla. A través de ella expresamos los sentimientos, y por los sentimientos callados nos enfermamos.
En mi vida profesional he tenido oportunidad de estar muy cerca de las personas que necesitan ayuda.
Con el tiempo he descubierto que dentro de un cuerpo dolorido y enfermo existe un ser emocionalmente sufriente.
A veces, para que nos detengamos y cambiemos, el cuerpo clama y pide ayuda en forma de dolores, accidentes, enfermedades... Porque el cuerpo es el palacio donde reside el alma, el espíritu, la consciencia divina, que sin el cuerpo nada podría realizar.
Por eso cuando el cuerpo se queja hay que escucharlo, preguntarse: ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué no está yendo bien? Normalmente uno sabe con claridad lo que le ocurre, pero parece tan obvio que no se lo cree, o duda de que esa intuición sea verdad. Entonces comienza el peregrinaje médico.
Acudimos en busca de un profesional que nos quite el dolor y nos solucione el problema, para acallar el grito y poder seguir. Y así una y otra vez, hasta que ya no se puede más.

Soltar los lastres para avanzar

Desde la muerte de mi hermano no dejo para mañana lo que puedo hacer hoy, dejo fluir las palabras y los sentimientos, procuro ser fiel y honesta a mis principios, respetar y hacer que se me respete. Doy para disponerme a recibir. Intento soltar los lastres que me impiden avanzar, atreverme a hacer locuras y ser auténtica, feliz o justa conmigo misma y con el mundo.
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Me doy permiso para ser como soy, para ser cuidada y mimada, equivocarme, tener miedo o no ser la mejor. Me esfuerzo por hacer lo que está en mis manos con la mejor intención, por tener mi espacio, mis momentos y mis rabietas, sabiendo que aprendo por repetición y equivocación.
Me gusta valorar todo lo bueno y no tan bueno que tengo –si lo tengo, por alguna razón será–, y dar las gracias por la oportunidad de aprender. A mis pacientes les digo que todas las circunstancias, personas y acontecimientos que nos hace difícil la vida son como esas máquinas pulidoras del diamante: nos pulen para que brille el diamante que somos.
Buda dijo que cuanto más deseamos más sufrimos.
No saber distinguir lo esencial ni valorar lo necesario nos sume en la lucha y la persecución. Se precisa muy poco para vivir. Ser feliz es ser fiel a uno mismo, respetar y ser respetado.
Han pasado ya 15 años y mi hermano sigue con vida en mi memoria. Le añoro, me gustaría verle, abrazarle y reírme a carcajadas con él, escuchar su voz y sentir que está. Y así es: en cierto modo él está ahí donde yo me encuentro; nadie me puede robar lo que he vivido y con eso me basta.
No quiero juzgar ni puedo sentenciar el bien y el mal, lo que sí sé con certeza es que he vivido plenamente y estoy tranquila. He hecho todo lo que he querido, mis sueños se han cumplido año tras año. No tengo prisa, vivo con el convencimiento y la serenidad de que he hecho lo mejor y sigo intentándolo cada día. Solo tengo que permitir que suceda.

Un propósito vital

El duelo por mi hermano me ayudó a comprender que la vida no dura para siempre, que no podemos poseer nada salvo nuestro propio cuerpo y que es importante tener un cuerpo sano donde el alma pueda residir y expandir su conciencia. Todos venimos a este mundo con un propósito, un propósito que no debería quedar arrinconado en el olvido porque no creemos en nosotros mismos, pensamos que no lo merecemos o que no somos dignos de lograrlo.
Pero si la vida pusiera a prueba en un momento dado tus creencias, tu valor, tus referencias, quitándote lo que tanto quieres, ¿cuál sería tu reacción? Vivimos en un constante cambio, porque el tiempo pasa y es lo más inexorable y a la vez lo más bondadoso que existe, puesto que es justo y trata a todo el mundo por igual.

la vida es el tiempo, tiempo que creemos que poseemos sin fin, cuando es un hecho que desde el primer aliento empezamos a morir. Si mañana hubieses de morir, ¿estarías hoy enojado con tu madre, padre o hermanos? ¿Irías a trabajar? ¿Guardarías el perfume favorito para una ocasión especial? ¿Te callarías un "te quiero", "gracias", "perdóname", "abrázame", "bésame", "quédate conmigo", "te perdono"...? Nada es tan importante y todo es relativo.
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